ColumnistasRicardo Cadavid

El selvático discurso de Petro

Por Ricardo Cadavid

Estoy sorprendido con la demagógica lírica que tiene conmovidos los corazones de mis connacionales por el discurso de Petro ante la ONU. Estoy realmente sorprendido. Me acabo de enterar de que los muertos de la década de los ochenta no tienen nada que ver con el crimen organizado, sino con la inmisericorde guerra contra las mariposas amarillas de Francisco Babilonia. Ni una sola mención en el lírico discurso a nuestros mayúsculos problemas  de seguridad en el territorio: las bombas de El Nogal y del Centro Comercial Niza, las de los hoteles Orquídea Real; La Fontana; Tequendama y Hacienda Royal, la del DAS, la que derribó un avión en pleno vuelo, la de la Escuela de Cadetes, el asesinato de cuatro candidatos presidenciales en los ochenta, incluido Pizarro, la de tantos militares, campesinos y policías, no tienen nada que ver con la organización transnacional del crimen, sino que son el resultado de la inmisericorde persecución a nuestra noble y sagrada hoja de coca, que además es una laboriosa fabricante de oxígeno. Casi me arrodillo a mambear. 

Los cuerpos descuartizados y metidos en bolsas plásticas, los sicariatos en nuestras calles y hasta en los municipios más pequeños, parece que no tienen nada que ver con nuestra negligencia para combatir el crimen organizado, que crece cada día y que no mereció mención alguna por parte del bardo mandatario, tal vez porque son pequeñeces excéntricas, o porque estábamos obnubilados culpando al asqueroso y vicioso norte capitalista, o porque los helechos majestuosos y las orquídeas coloradas, y los ríos azules de nuestra hermosa Amazonía biodiversa, o el bullicioso canto de nuestros pájaros copetones, no dejan escuchar el ruido de los fusiles, ni la oquedad de las balas, ni la resequedad de los miembros amputados por las minas anti personas; pequeños detalles de los que no somos responsables ni merecen mención alguna, porque ¡Oh la selva majestuosa! ¡Oh los ríos arteriales llenos de vida! ¡Oh el cóndor y la nieve que parecían inmóviles! ¡Oh verde que te quiero verde! ¡Oh de peñón en peñón turbias saltando las aguas! ¡Oh las tupidas madreselvas! ¡Oh, la Selva! ¡La Selva! 

Me acabo de enterar de que, en Colombia, el problema no son las bandas criminales que masacran o asesinan hombres, mujeres y niños ¡No señores! ¡Es la selva destruida por el áspero norte! Viene a saber por el discurso, que nuestra selva solo es habitada por tristes campesinos perseguidos por la bota del imperialismo yanki. Parece que el hermoso y majestuoso verde dificulta un poco ver a los grupos guerrilleros, las disidencias, las Bacrim, las pandillas que descuartizan prójimos en casas de pique. Nada de eso se ve; porque los miserables consumidores del norte le han declarado la guerra a nuestro milenario pulmón del mundo.  

También me enteré, por el majestuoso, agreste y selvático discurso de Petro, de que la guerra es producto del asqueroso capitalismo, y si empezamos a consumir menos (en un esfuerzo decidido del espíritu humano, apoyado por dos diplomados de filosofía política y, tal vez, un curso intensivo de budismo zen y una maestría sobre paz, derechos humanos y conflicto),  la guerra cesará, y el hambre, y la maldad del ser humano, que es de naturaleza bondadosa por nacer en las entrañas de la  selva… la selva.. la selva. 

Uno es muy ingenuo: yo creía que la maldad era tan antigua como la especie humana. Creía que el odio tenía incluso el alquímico poder de transmutar los objetos asesinos. Yo en mi torpeza llegué a pensar que, en el principio de los tiempos, el vil objeto asesino fue la roca con que Caín borró la estirpe de Abel sobre la tierra, y luego se convirtió en flecha de ballesta que silbaba veloz atravesando armaduras, y en el ocaso humano mutó en racimos de bombas arrojadas desde drones autómatas. Yo creía que esa maldad enorme y sombría, era antiquísima, pero no; ayer me aclararon que es culpa del capitalismo del norte que quiere acabar con la selva. ¡Que ciego he sido! Lo que hay que hacer es la paz con la selva y las paces (y los pases) con la hoja de coca y declararle una guerra abierta y sin tregua al sucio capitalismo; y se acaban los problemas de la humanidad.

Ya me siento mejor. He recobrado la fe en la humanidad. Ya me enteré de que, si empezamos a consumir menos, a ser menos ambiciosos, menos codiciosos, menos ávaros,  menos capitalistas y más solidarios  (nunca pude saber en el discurso de nuestro juglar, eso cómo se logra; pero no nos detengamos por pequeñeces pragmáticas y exceso de activismo), de inmediato desaparecerá el hambre, la injustica, las guerras, el llanto, la tristeza, la desigualdad, nuestra rancia amargura; y que el prodigioso destino de nuestra especie, solo requiere acabar la “guerra contra las drogas” (ahí aterrizó el lírico discurso, de sopetón) y seguramente acabar con otras batallas, que también tenemos perdidas, como la guerra contra el tráfico de armas, y de humanos, y el terrorismo, y la trata de blancas, y de niños, y un enorme etcétera que solo requiere cesar el combate, cruzarse de brazos, agitar una tierna banderita blanca,  para que desaparezcan del mapamundi, y cese la horrible noche, y las cadenas que gimen; para que la virgen ya no arranque sus cabellos y, en agonía, los cuelgue del ciprés. ¡Alto! ¡Deténganse! ¡Cuidado con el ciprés! No usemos el ciprés de estendedero; porque la selva… y la sagrada hoja de coca… y la basta pacha mama… y el tupido verde, y el musgo milenario…

Estos cuatro años van a ser muy interesantes. La línea que separa la política de la poética será algo difusa, y entre la ética y la estética solo habrá una sílaba… ¡y la selva! 

 

 

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