Un golpe dado a un hijo es un eslabón más en la larga y pesada cadena de violencia que llevamos siglos arrastrando, es un ladrillo más con el que se sigue reforzando el ancho, alto y poderoso muro de la infamia y el desprecio por los que no se pueden defender, es una semilla que el padre siembra en el hijo para que germine, crezca y de sus frutos: un relevo generacional de más golpes, violencia y desprecio por el otro. Una realidad que no muchos adultos se detienen a observar, es que los niños que reciben castigos físicos con frecuencia se convierten en padres que utilizan castigos físicos. Diferentes razones permiten que esta fuerte cadena no se rompa. La primera, es que los niños maltratados crecen experimentando la dinámica familiar de la violencia como su primer entorno, como su primera realidad, en otras palabras su casa es una escuela de agresión y ya hemos hablado de los trascendentales que son esos aprendizajes primarios. La segunda razón, es que crecen con diferentes problemas producto de los ultrajes recibidos: irritabilidad, sentimientos de inutilidad e impotencia, posturas combativas o extinción de la empatía (insensibilidad cuando otro sufre). La tercera razón, y tal vez la más importante para que la cadena de violencia que se extiende generación tras generación sea cada vez más fuerte, es que un niño ama tanto a sus padres y necesita tanto sentirse amado que siente la obligación de justificarlos, “Lo que hicieron mis papás, lo hicieron por mi bien”, “Gracias a esos golpes soy la persona que soy”, “Si yo no reprendo a mis hijos como mis padres lo hicieron conmigo, es como si despreciara la “buena” educación y los “valores” que ellos me dieron”. Es por eso que tantos padres repiten ciegamente que “una palmada a tiempo” es un maravilloso manjar educativo y el más efectivo recurso para dejar gravadas en sus hijos grandes y variadas lecciones de vida “Todos hemos recibido un correazo en algún momento y aquí estamos!”, me escribió alguien hace poco, y sí, tiene razón, aquí estamos y la verdad miro un noticiero o abro un diario y veo que como sociedad podríamos estar mejor si simplemente disfrutáramos de más amor y menos golpes. Un niño que aprende en su propio cuerpo que está bien ser lastimado por hacer algo con lo que otro no está de acuerdo, aprende que: - Los conflictos se resuelven a golpes. - Los fuertes pueden imponer sus puntos de vista sobre los débiles. - La víctima tiene la culpa. Por fortuna existen adultos capaces de trascender la violencia que recibieron en casa para regalarles a sus hijos y a la sociedad entera, una historia diferente, una historia que se escriba con amor, no con golpes.