ColumnistasDagoberto Páramo Morales

HACIA EL BALNEARIO MANDRAKE

Evocaciones

Los once entrañables e inseparables amigos acuerdan encontrarse en una de las casas del barrio Fenalco, una cuadra adentro de la Avenida Ambalá. Aunque todos viven en zonas diferentes de la ciudad, no es la cercanía física la que los ha unido para siempre. En el inventario de sus arrebatadas existencias se cuentan decenas de pilatunas que como imberbes adolescentes han ejecutado en inverosímiles circunstancias. La gama de orígenes sociales y económicos es vasta y el rosario de nombres de los barrios que se conjugan en un mosaico de múltiples matices es tan amplia como diversa: Gaitán, Cádiz, Restrepo, San Simón -parte alta- Viveros, La Francia.

Son las diez y treinta de la mañana y el sol reverbera en lo alto del traslúcido cielo ibaguereño. Vestidos con la informalidad propia del joven que poco le importa el juicio del adulto, van llegando uno por uno. Sus cabellos ya no tan largos ondean con la brisa suave que los desacomoda. Son fiel reflejo de la rebeldía que los acompaña y los acompasa con el contestatario movimiento hippie al que pertenecen algunos, aunque muchos de sus profesores los condenen con epítetos irrepetibles. Los estruendos de las desternillantes risas que los posee sin pedirles permiso surcan los aires plenos de energía al tiempo que borran las tristezas que suelen estropear cada instante de jolgorio y desenfreno. La brillantez de sus almas se siente en cada gesto ingenuo y de pleno entretenimiento que a nadie lastima. Divertirse a raudales es el gesto terrenal que los domina en este momento de vacaciones inconclusas.

Como casi siempre, se dirigen hacia el barrio especial El Salado caminando y echando chiste por doquier. Aunque a veces van a un charco ubicado a las afueras de San Bernardo el helaje de sus diáfanas aguas los saca corriendo. Al caminar al ritmo que les apetezca, no solo ahorran algunos pesos que mucho les hace falta para las cervezas del día, sino que aprovechan para acercarse mucho más en medio de los chascarrillos y “la mamadera de gallo” que nunca les sobra. Una vez completado el grupo, empiezan la caminata que por momentos se convierte en ligero trote o en rápidos piques de apuestas que nunca se pagan entre sí. El único propósito es divertirse hasta donde el cuerpo resista.

Van bajando con la felicidad adherida a sus sanas y desparpajadas humanidades. Sus miradas expectantes los pone en el filo de la ilusión de gozarse un día pletórico de agua, sol, y licor. La comida es apenas una añadidura. Al pasar por el Barrio Ambalá no soportan la atracción que les produce el histórico imán que emana con libertad del estadero de “Las Pérez”, atendido por las cuatro hermanas: Maruja, Beatriz, Isabel y Helena. ¡Cómo olvidar el exquisito repicar de aquellos instantes de niñez y preadolescencia! ¿Quién no conoce ese rincón de tiernos y bucólicos recuerdos? Imposible no acercarse y saborear sus exquisiteces culinarias cargadas de recuerdos y nostalgia. Es un pecado no deleitarse con las sabrosas picadas de cuatro carnes, las génovas, las longanizas y las rellenas. Y ni qué decir de los bizcochuelos, las cucas, las carmelitas, los bizcochos de manteca, acompañados de avena, masato, guarapo o chicha de arracacha. Una delicia gastronómica que rememora tiempos que lucen irrepetibles cuando la paz y el respeto por el otro hacían parte del repertorio de buenos modales. 

Después de comprar algunas panelitas de coco y varios espejuelos, los amigos siguen tan campantes como cuando llegaron a esa esquina de paredes hechas de tierra pisada que algún día sirvió de balneario. Era la mas conveniente forma de aislarse del bullicio y el ruido para sumergirse y fusionarse serenamente con la sabia naturaleza. Uno de ellos recuerda que su papá le contó que en medio de su rústica estructura se guardan secretos e intimidades de todo tipo. Desde sus inicios, en los albores de 1911, se han tejido inverosímiles historias de carácter político y social. Desde prominentes políticos y consagrados hombres hasta la gente del común se han dado el lujo de gozarse todos los momentos de esparcimiento que la vida les ha prodigado. Por ahí pasan aún los personajes más importantes de la ciudad y del país que por su alcurnia y contactos de alto nivel han logrado ser reconocidos como importantes.

Después de satisfacer sus incontenibles antojos -consumiendo algunos pasabocas- los alegres amigos siguen su camino. Pasan frente al Barrio La Gaviota que por lo desolado parece un pueblo fantasma. Las casas casi todas pintadas de blanco parecen un pesebre navideño a pleno sol. Con la parsimonia que produce la modorra post alimentación, los muchachos continúan avanzando hasta llegar a las goteras de El Salado. Pasan por polvorientos senderos bordeados por cañaduzales y una espesa maleza que los atisba en el silencio propio de la vegetación virgen. Con cierta excitación en sus cuerpos que ostentan diversas y contrastantes formas arriban a la entrada del balneario más famoso: Mandrake. Llamado así porque a su propietario -José A. Cruz- le encanta vestirse como el personaje de las fantásticas historias cargadas de suspenso e intriga. También porque lo han visto conduciendo un carro Berlina negro, en una burda imitación del célebre comic cuya historia inició a contarse en junio de 1934.

Llegando al desvío que los conducirá al charco artificial, los amigos entran a una tienda de barrio ubicada en una descascarada esquina y compran un petaco de cerveza. Les sale más barato pagar el derecho a su consumo que comprarla dentro del balneario. Preparados como están con pantalonetas de baño y toallas terciadas al cuello, se quitan los tenis, se desacaloran un poco y se meten al frío charco de agua que viene de la parte alta de la ciudad. Constatan que el nivel de agua está más arriba de lo normal y está un poco turbio. La tranquila quebrada ha crecido un poco por las lluvias que cayeron en su caudal quebrada arriba. Poco importan estos mundanos detalles cuando la decisión de divertirse a más no poder es el programa de domingo por la tarde y los peligros parecen extinguidos de la conciencia de los bañistas.

Uno por uno se va metiendo en el charco que es más profundo que los de la zona porque Mandrake le mandó a construir un muro de contención de tamaño suficiente para que los visitantes ensayen clavados de poca intensidad. Uno de los muchachos recuerda una anécdota que le contó su papá en una noche que fueron de pesca a Gualanday. Dicen que la gente del barrio vive muy agradecida con Mandrake desde que éste prestó las sillas de su criticada cantina para que fueran usadas como pupitre por los primeros estudiantes de una escuela de la zona.

Coqueteando con algunas mujeres que entran y salen del charco, los amigos se la pasan todo el día. Beben, comen, descansan, ríen hasta que las sombras de la noche van desplazando la luz del día. Con el cansancio en la mitad de sus cuerpos asoleados e insolados deciden pagar la cuenta que incluye el “descorche” (pago por beber la bebida comprada fuera del local), varios platos de sancocho de gallina criolla y unas cuantas cervezas, los amigos salen del balneario.

A medio vestir salen a la carretera principal a tomar un bus que los lleve a la capital. Labor nada fácil porque es la hora en la que todos andan devolviéndose exhaustos y con los ojos rojos y vidriosos de tanto sumergirse en las turbias aguas de los balnearios de la zona. Después de más de treinta minutos de aletargada espera abordan un vehículo de transporte urbano. Se acomodan en las pocas sillas disponibles. Somnolientos se van bajando a lo largo de la ruta que atraviesa toda la ciudad hasta llegar a la Plaza de Bolívar donde se apean los últimos pasajeros.

A medida que los amigos descienden se van despidiendo con la promesa de encontrarse el siguiente fin de semana cuando expiran sus vacaciones. Acuerdan darse una vuelta por el Cerro de la Martinica haciendo un recorrido ecológico en directo contacto con la madre naturaleza. Y lo hacen.

dpm@dagobertoparamo.com

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