ColumnistasDagoberto Páramo Morales

TODO POR LA EDUCACIÓN

Evocaciones

Después de una interminable noche dando vueltas en la cama, el hombre de cabello ensortijado estira su brazo derecho para detener el chirriante zumbido del reloj despertador que lo saca del sopor de un inconcluso sueño que lo ha dejado ansioso y expectante. Como puede y con sus ojos abotagados aún, se levanta mientras su esposa sigue plácidamente arrullada por la tibieza de su lecho matrimonial. Faltan quince minutos para las cuatro de la mañana. Justo a tiempo para alcanzar el transporte que cada día lo saca de la ciudad y lo lleva hacia el sur del departamento del Tolima. El compromiso con sus alumnos es su principal acicate para iniciar una jornada más en busca de alcanzar sus propios propósitos.

Después de sentir el agua más helada y de vestirse con la habitual parsimonia que su madre siempre le reprochó, el joven profesor sale a la calle donde pulula un silencioso viento que lo arropa sin sobresaltos. Sus tesoneras ilusiones y sus retazos de esperanzas infinitas siguen incólumes ante los retos que cada día afronta. Sin prisa, pero sin pausa, pasa frente a la Escuela Anexa a la Normal Nacional. Erguido y con la frente en alto camina en dirección a la carrera quinta. La soledad enternece. En las desoladas calles solo ve algunos perros callejeros que husmean las basuras abandonadas por uno que otro ciudadano sin sazón en el alma.

Saluda al celador de turno que recorre las calles con un pito colgado del pecho y un perrero de guayacán que utiliza para espantarse a sí mismo porque ante la arremetida de un delincuente es poco lo que puede hacer. Debajo de su oscura ruana se aprecia un cuerpo cansado y sin muchas formas atléticas que lo ayuden en caso de necesidad extrema. El guachimán hace un amigable mohín para saludar al hombre que de lunes a viernes recorre los desiertos matutinos con la intención de cumplir sus labores cotidianas al tiempo que se forma en la educación superior a la que pocos tienen acceso. Amaga quitarse su desgastado kepis en tanto hace una genuflexión reverencial en plan de hombre afable e inofensivo.

El profesor responde con la misma gentileza que aprendió de su difunto abuelo. La decencia no pelea con nadie, recuerda al septuagenario hombre a quien aprendió a querer desde cuando apenas tenía dos años de nacido.

Al llegar a la carrera quinta se cambia de acera. Frente al Liceo Nacional intenta guarecerse bajo el pequeño esqueleto de metal que algún día fungió como paradero y protegió a los pasajeros.  Mira su reloj y calcula que aún el bus intermunicipal no ha pasado. Espera unos minutos mientras una mujer de cabello rubio y pecas hasta en su conciencia se acerca presurosa y agitada. No dice nada con sus labios, aunque su rostro es un manojo de preocupación. Ella suspira con todo su cuerpo cuando el profesor le hace saber que el bus de las cinco de la mañana aún no ha hecho su habitual recorrido.

Después de diez minutos de tortuosa espera ambos ven a lo lejos el automotor que a paso de tortuga se acerca mientras el ayudante bambolea una bayetilla roja y vocifera la ruta con ritmo de canción callejera: Gualanday, Espinal, Girardot. El auxiliar, solícito, se baja y los hace subir. La mujer se sienta en una de las sillas del fondo. El profesor se acomoda en un lugar vacío que encuentra justo detrás del chofer.

Con el rugido seco y humeante del motor el conductor del vehículo reinicia la marcha. Nada ni nadie lo presionan para que lo haga rápido. Se mueve con la sabia lentitud de quien no tiene prisa porque sabe que así puede recoger a los viajeros a quienes se le hayan pegado las cobijas y no hayan salido aún a la hora acostumbrada.

El bus avanza lentamente a través de la brumosa mañana salpicada por el tímido sol que ya comienza a iluminar las calles aún húmedas. Las gotas del rocío de la madrugada siguen candorosamente suspendidas de las ramas de los árboles que decoran la ciudad. El mutismo se apodera de todos, aunque la angustia y el desespero se apoderan de sus espíritus libres. No es habitual que alguien reclame. Todos están muy agradecidos con la empresa de transportes porque les hacen el favor de movilizarlos de un lugar a otro. Sus indomables bríos han perdido su propio brillo.

Entre los vociferantes gorgoteos del conductor inspirado por el traquetear de las melodías que no dejan dormir, surcan curvas, descienden por la peligrosa bajada a Gualanday, y pasan por el puente del Río Coello antes de llegar a Chicoral -de chicora, una planta de la región-, el pintoresco pueblo donde a veces el profesor se detiene a degustar un exquisito caldo de costilla o una carne sudada. Pasados 10 minutos más y entre los inmensos campos sembrados de arroz que reverdecen con bravura llegan a la glorieta que recibe a los visitantes de El Espinal y donde se bifurcan los caminos.

El profesor se baja presuroso. Debe tomar un microbús que lo lleve hasta la mitad del camino. Se para frente a los puestos que ya están organizando para la venta de chicha, empanadas y bizcochuelos. No tiene que esperar mucho cuando un micro casi lleno se detiene frente a él. El ayudante lo reconoce. Encorvado logra subirse y encuentra una silla vacía justo en la mitad. Paga por adelantado. Espera apenas diez minutos cuando el chofer le advierte que ya va a llegar al punto donde debe apearse.

Después de un gentil y siempre amable gesto de agradecimiento el profesor se baja justo a la entrada de una carretera destapada y cubierta de un polvo que casi no lo deja ver a la distancia. Toma su mochila y se dispone a caminar. La soledad es su única compañía por esos campos donde la inequidad golpea con mayor saña. Toma un sorbo de agua y empieza a caminar con la ilusión de arribar a la escuela antes de las siete de la mañana. Son las seis y cuarto: justo el tiempo necesario. Taciturno y sumido en sus propios pensamientos que parecen retumbarle en cada rincón de su alma y de su cuerpo, inicia la travesía de cada día. La cálida brisa golpea su rostro ya cobrizo de tanto sol acumulado en su rostro de hombre hecho para batallar por la vida y por la de quienes ama con desenfreno.

Después de sudar durante treinta tórridos minutos llega al entronque de caminos donde debe doblar a la izquierda. Abre un desvencijado broche de alambres que sirve de entrada a una pequeña finca donde lo conocen muy bien. Saluda a una señora que porta un sombrero ajado que refleja su intenso uso. Acelera su paso. No le gusta llegar tarde a ninguna parte. Una vez caminado quince minutos más se encuentra con una pequeña quebrada que tiene que atravesar a pie limpio. Se quita sus tenis, los echa en su mochila, se arremanga las mangas del pantalón y con extrema precaución pasa a la otra orilla. Allí, se sienta en una piedra seca, se pone las medias y se calza los zapatos con los que trabajará ese día. Se acicala de nuevo, toma otro sorbo de agua y se dispone a caminar otros diez minutos hasta llegar a la vereda Jagualito que hace parte del municipio del Guamo a donde acostumbraba ir de vacaciones cuando su padre lo llevaba a visitar a su tío y le encantaba bañarse en el Río Luisa.

Llega al pequeño caserío. Pasa por la casa de una de las madres de familia donde suele comer algo antes de entrar al salón de clases a impartir todas las asignaturas de tercero de primaria. Se sienta en un taburete de madera que está en un rincón de la cocina. Se toma una tazada de aguapanela con limón y se dirige a la escuela. Prefiere desayunar a la hora del recreo. Se humedece el rostro y se seca con una toalla que le presta su anfitriona.

Al filo de la una de la tarde termina su jornada. Almuerza algo ligero y se regresa de la misma manera como llegó. Cansado pero deseoso de estar en la capital del departamento antes de las tres de la tarde para asistir a sus clases de la Licenciatura en Historia y Geografía, emprende su viaje de retorno. Para su fortuna, una vez cruza la quebrada de aguas cristalinas, un campesino con cara de niño grande lo lleva en su destartalado tractor hasta el borde de la carretera. Es un alivio que le disminuye el dolor en sus pies. Pasa al otro lado de la vía y espera. Se sube a una pequeña buseta de color indefinido y en la Glorieta de entrada a El Espinal se baja. Saluda a una señora de cuerpo ancho y ojos plenos de ojeras y le pide un par de empanadas. Ella, que ya lo conoce, le sirve dos en un plato de peltre y le envuelve dos más en unas hojas de viao; para el camino mi profe, le dice en tono maternal. Le anota la cuenta en un pequeño cuaderno de ralas hojas que saca de un pequeño cajón ubicado debajo de la mesa cubierta por un toldo de lona.

Apenas el profesor se está sentando en una de las bancas que compartiría con un anciano que lo mira expectante, ve el bus de Expreso Bolivariano que va hacia Ibagué. Como un resorte se levanta y corre hacia el otro lado de la calle. Le hace señas al ayudante para que lo espere. “Téngalo”, dice el auxiliar para que el chofer pare el vehículo. Se sube y ahora le toca de pie. El bus está repleto. Ni modo, piensa el joven profesor. Como puede se sujeta de uno de los tubos de metal que atraviesan el bus de lado a lado.

Después de cuarenta minutos de bamboleos por los bruscos arranques y las inesperadas paradas, el bus llega a la capital. El profesor le pide al ayudante que lo deje en la esquina de la calle cuarenta y dos con la carrera quinta. Se baja exhausto, pero con el tiempo necesario para llegar puntual a la primera hora de su clase preferida: Historia de Colombia.

Pasa a la otra acera y frente al Banco de Colombia aborda el bus urbano que lo dejará en la entrada de la Universidad del Tolima. Transcurridos tan solo siete minutos se encuentra ya franqueando la entrada de su Alma Mater. Sigue derecho hasta llegar a la Facultad de Educación. Un poco más adelante está el salón donde recibirá su clase. Entra primero que todos. Ni siquiera el profesor ha llegado. Faltan cinco minutos para las tres de la tarde. Se sienta en la última fila, su predilecta. Desde ahí puede divisar todo el panorama del curso. Aspira todo el aire que le cabe en sus pulmones y siente que cada uno de sus músculos se relaja.

Piensa. Sabe que ha transcurrido un día más de sueños acumulados. Recuerda lo que todos los días repite sin cesar:  el trabajo asegura el presente y el estudio garantiza el futuro. Tremenda combinación.

 

dpm@dagobertoparamo.com

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