ColumnistasDagoberto Páramo Morales

Cumpliendo con el deber

Evocaciones

A sabiendas que debe cumplir la sibilina exigencia que le impone su esposa antes de irse a jugar fútbol con sus amigos cada domingo, el hombre de ligera figura y cuerpo de rodillón se estira cuan delgado es y se levanta de la cama. Son las 6 de la mañana y el partido definitivo para pasar a la final del torneo es a las 10. No se lo puede perder por nada del mundo y menos cuando ha tenido rutilantes actuaciones en los últimos encuentros en los que ha volado “de palo a palo” y ha atajado cuanta pelota le han lanzado los delanteros de los equipos rivales. Un empate es suficiente. Apenas tenemos tiempo para ir a la plaza y después llegar a la cancha y calentar, piensa, mientras trastrabilla casi dormido dirigiéndose al baño que todos comparten. Su enigmática esposa ya se bañó y está lista para salir. Le sirve un café sin azúcar en la mesa del comedor. Humea.

Después de enfundarse en una sudadera negra y calzarse unos tenis grises, ambos salen de la casa y caminan hasta llegar a la carrera quinta. Corre un suave pero soportable viento frío. La mañana luce fresca y parece haberles insuflado un soplo de vida a todos los madrugadores de domingo. Las costumbres se conservan a pesar de tanto modernismo que ha inundado la ciudad. Atraviesan la avenida y se acomodan debajo del escueto techo del estropeado paradero que rechina como si se fuera a caer. 

Pasados casi 10 minutos abordan el bus de la ruta Mirolindo-La Pola. Está casi vacío. Se sientan atrás, a pesar que las sillas de la mitad están desocupadas. No les gusta sentarse en ellas por la molestia que produce el ligero montículo que cubre las pachas de las llantas traseras del automotor. 

En medio del impasible silencio de los aún adormilados pasajeros, el bus se desplaza con sus roncos rugidos a lo largo de la principal arteria vial de la ciudad que la parte en mundos opuestos. Avanzan hasta llegar a la avenida quince donde el despabilado chofer tiene que acelerar para doblar rápido a la izquierda y así evitar el choque frontal con un automóvil blanco que raudo baja en sentido contrario. 

El bus sigue por la desolada calle quince hasta que al arribar a la carrera primera dobla a la derecha y se detiene en el paradero frente a las cristalerías que apenas empiezan a subir las pesadas persianas que soportan las inclemencias de la lluvia y del sol y protegen a sus propietarios de la acción de “los amigos de lo ajeno”. 

Con astutos movimientos y portando el canasto en su mano izquierda, el hombre baja primero y le da la mano a su esposa que apenas alcanza a soltar unas palabras de reproche que nadie entiende. Ya en la acera, los esposos esperan a que el flujo de vehículos termine. Cruzan a la otra acera y caminan por los estrechos andenes llenos de las mercancías de algunos de los vendedores ambulantes que con abnegación luchan por su sustento.

Dagoberto Páramo Morales

Llegando a la esquina de la catorce con primera entran a la Farmacia Colony. Fundada en 1944 es “atendida por su propietario” -el guamuno Silvestre Arias Rico- a quien saludan efusivamente: su amabilidad y buena voluntad está a toda prueba. Su vocación de servicio es insustituible. Piden una botella de agua de rosas y un par de frascos de aceite de ricino. Don Silvestre quiso bautizarla como Farmacia Colón, pero como ya estaba registrado, decidió agregarle una “y” a su idea original. Así no solo pudo diferenciarla de las otras droguerías de la época, sino que, según su criterio, sonaba mucho más elegante. Es muy conocida porque en ella todos los ibaguereños hacen realidad el popular slogan aprendido de los abuelos: “de todo como en botica”.

La pareja de esposos sale de la droguería y se dirige a la Plaza de la 14. Caminan por entre los puestos de frutas y verduras, empanadas y buñuelos, y cacharro en general, apostados por todas partes -aceras y parte de la calle-. Llegan a la esquina y doblan a la izquierda para descender hasta la parte más baja del edificio donde empiezan a hacer su mercado. Tienen memorizada su propia rutina. Pocos entienden el porqué la esposa prefiere comprar en esta plaza y no en las de la 28 o la 21 que le quedan más cerca. Su respuesta es muy simple: aquí todos me conocen y se quién es quién. El hombre recuerda que esta plaza es la más antigua de la ciudad porque se fundó en 1910 justo donde quedaba la carnicería en la época colonial, en el límite exterior del villorrio que se fue transformando en ciudad con todo lo que ello implica para sus habitantes. Además, sus padres que la criaron en el Barrio Libertador, siempre la llevaron a hacer mercado e, incluso, sigue comprando el “revuelto” en el primer puesto del segundo piso a una señora que la conoce desde sus primeros 7 años: “es mejor malo conocido que bueno por conocer.

Entre risas y chascarrillos, evaluando al tanteo las frutas y las verduras que adquieren, escogiendo la carne que piden se las sajen y le quiten el exceso de gordos, y comiéndose unos buñuelos y unas empanadas acompañadas con avena o con chicha de maíz, terminan de comprar todo lo que necesitan. Después se dirigen hacia el sitio de parqueo de los carretilleros -casi todos la conocen-. Uno de ellos los ayuda a cargar los bultos, sobre todo el racimo de plátanos verdes traídos del Quindío. 

Siguiendo al muchacho descamisado y de piel curtida por el sol acumulado en sus pliegues, van subiendo lentamente hasta llegar a la calle que siguiendo a la izquierda desemboca en las orillas del Río Combeima después de una larga, prolongada y peligrosa bajada. Divisan un taxi Dacia que en medio del bullicio de la hora se abre paso entre la gente que ya se ha adueñado de la calle. Lo paran y el amable y avejentado chofer se baja rápidamente, abre la cajuela y empieza a ayudarles a meter los bultos de la compra. 

Los esposos suben al vehículo: el hombre de copiloto y ella en el asiento trasero que ya huele a pescado y a grasa. Se notan las horas de trabajo llevando y trayendo gente de lado y lado. El chofer echa reversa y el automóvil queda en dirección hacia el centro de la ciudad. Avanzan entre la muchedumbre haciendo sonar el pito que desespera a algunos transeúntes que manoteen con notoria molestia. Lentamente llegan a la carrera primera, siguen a lo largo de la calle 14 hasta llegar a la carrera cuarta. Allí, se detienen mientras el semáforo cambia a verde. Doblan a la derecha y una cuadra más abajo toman la calle quince a la izquierda hasta encontrar la carrera quinta, doblan a la derecha y bajan hasta la calle 38 donde vuelven a doblar a la derecha, avanzan unos treinta metros y se detienen frente a un portón verde de metal y de doble hoja. 

Mientras descargan el mercado, el esposo le pide al conductor que lo espere mientras recoge el “chivo” para ir a disputar el partido de la semifinal del torneo. El maletín azul está listo sobre el sofá de la sala. Lo toma. Sale con la angustia en la mirada. Ya son casi las nueve. El chofer y el portero oficial del equipo de rodillones se suben de nuevo al taxi que ha tenido el motor encendido todo el tiempo. Él le pide que lo lleve lo más rápido que pueda y promete darle una buena propina. Arrancan. Salen de nuevo y toman quinta abajo hasta llegar a la Glorieta de Mirolindo. Después de rodearla casi por completo toman el rumbo hacia el Barrio El Jordán. Chirriando los neumáticos encuentran la salida hacia el aeropuerto y avanzan rápidamente. En menos de tres minutos están frente a la entrada del Parque Deportivo. Entran. Se dirigen a la cancha principal donde ya sus compañeros están calentando y con el “estómago en la boca” porque su portero estrella no llega.

El hombre se baja ya vestido de cancerbero. Durante el recorrido se fue transformando. Solo le faltan los guantes. Paga las dos carreras. En cuanto lo ven sus compañeros del equipo, respiran con alivio y la temperatura de la angustia empieza a salir de sus cuerpos ya sudorosos y acezantes.

Pasada media hora empieza el partido y pasadas dos horas más todos lo abrazan con efusividad. Atajó el penalti que el árbitro les pitó de forma injusta y con el cual perderían el partido. Clasifican a la final. 

dpm@dagobertoparamo.com

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Gallina criolla al amanecer

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