ColumnistasDagoberto Páramo Morales

Gallina criolla al amanecer

Evocaciones

Las cuatro parejas llegan al “Triángulo” -la discoteca de moda-, ubicada en la glorieta de la carrera quinta donde el flujo vehicular se abre en múltiples direcciones y los accidentes automovilísticos parecen regalados por el don de la imprudencia. Nadie ha aprendido a ceder el paso al otro. A los entrañables amigos se les nota el recóndito deseo que tienen de rumbear hasta que el cuerpo les aguante. Además de conocer el sitio al compás de la música que suena y retruena en toda la ciudad, están decididos a tomarse unos “guarilaques” y a “azotar la baldosa” hasta más no poder. 

Dejan sus vehículos -dos Renault cuatro: uno rojo y otro blanco- en el estacionamiento del negocio que ya está casi lleno. Se acicalan las ropas y las mujeres se retocan el maquillaje que las hace ver más atractivas y sensuales. Antes de entrar saludan al portero que con cara de malo de película les revisa el bolso a ellas, los requisa a ellos y los invita a seguir. Pasan.

Adentro las luces y las penumbras arropan a los presentes que ya ingieren licor al ritmo de la música que retumba los oídos y estimula las ganas. Todos tararean la letra de una de las canciones de Pastor López que está en boga. Los rítmicos versos hacen que uno de los amigos recuerde los ancestros de su familia paterna. Su bisabuelo hizo parte del contingente de colonos antioqueños que a mediados del siglo XIX fundó a El Líbano él donde nació 30 años antes. Su candorosa esposa lo mira con el fogoso amor que tipifica la piel de los recién casados. Se dan un beso mientras los otros se burlan con la ironía propia de los amigos que se conocen desde hace mucho tiempo. Dirigidos por uno de los meseros todos se acomodan en un rincón desde donde pueden divisar la pista de baile y el movimiento de todos. Están que se lanzan al ruedo pero el informal protocolo los frena menos a la pareja más joven que sin pestañear se agarran de la mano y se dirigen al centro a mover sus cuerpos y sus pies. 

Solícita una de las meseras los atiende con la amabilidad a flor de labios. Su sonrisa además de agradable es cautivadora. Los envuelve con sus grandes ojos negros. Sin mayores dificultades uno de los amigos pide una botella de TapaRoja, agua, limón, algo para picar y tres Bretañas. No hay titubeos. Parece un acuerdo preestablecido entre los amigos. El ruido es tan ensordecedor que para comunicarse se tienen que agachar unos muy juntos a los otros. Más que hablar escasamente pueden cuchichearse uno que otro comentario que sale de sus gargantas resecas. Prefieren observar el panorama y divertirse tanto como les es posible. Aunque bailan toda la noche parece haber un tácito acuerdo para que alguien se quede en la mesa y vigile los bolsos. No quieren tener sustos a la salida.

Las parejas que van juntas bailan sin parar, a veces se intercambian antes de salir de la mesa, o, estando en la pista de baile. Todo se vale en esa noche de jolgorio. Los viernes son los viernes y la fiesta se impone. La diversión no tiene fronteras más que las que el licor les permite. Así se la pasan casi toda la noche hasta que las luces de la discoteca se encienden y empiezan a escuchar las acostumbradas canciones que indican que el horario oficialmente permitido por las autoridades municipales ha llegado a su fin. José Alfredo Jiménez se apropia del escenario y sus canciones erizan la piel mientras todos las entonan con la memoria de niño en plan de aprendizaje. Encandilados y con los aguardientes dando vuelta en sus humanidades ajadas y cansadas pagan la cuenta. Hacen una vaca y cada uno aporta su parte. Salen. Afuera, la ciudad parece otra. La calma de los trasnochados domina las calles mientras el silencio los arropa en una sinfonía de formas y de caras alargadas y pálidas. El repentino cambio de temperatura hace corto circuito con el licor que llevan entre pecho y espalda y se sienten un poco mareados. Respiran con más serenidad y una de ellas sugiere ir a comer algo que les corte el efecto del alcohol que tienen en las venas. Todos están de acuerdo. No dudan a dónde ir.

Se suben a sus vehículos, salen a la calle, doblan a la izquierda y toman la carrera quinta con dirección al centro de la ciudad. Uno de ellos sugiere parar en la calle veintiuna a tomarse un “caldo levantamuertos” también llamado “caldo de aquel” -preparado con el órgano genital de los toros- pero desisten. Una de ellas es muy asquienta. Encaravanados siguen derecho hasta llegar a la calle diecinueve, giran a la izquierda y conducen hasta la carrera tercera, allí doblan a la derecha hasta que lleguen a la calle dieciséis. Tan pronto doblan a la derecha se detienen frente a un grupo de mujeres que con delantal a la cintura venden gallina criolla, con papa o con yuca -al gusto del cliente-. Se estacionan al frente. Entre carcajadas batientes se bajan y buscan donde sentarse Saludan a todos los que están a esa hora quitándose el hambre o pasmándose la borrachera.

Ven algunas bancas de madera ubicadas detrás de las vendedoras de la comida que se mantiene caliente por el pequeño fogón sobre el que están montadas las amplias ollas. Escogen a la más morena de las señoras cocineras que amablemente destapa la olla redonda y grande para enseñar lo que les quiere vender. Los amigos piden cuatro platos; les es suficiente, dicen. Piden muslos y contra muslos; son más gustosos. Les ofrecen gaseosa para tomar de sobremesa, pero desisten. Sus cuerpos solo les demanda comida de sal.

Dagoberto Páramo Morales

Una de las mujeres pregunta a la cocinera sobre su vida y sus ventas. La señora con limpieza en sus palabras le cuenta que lleva más de doce años en ese mismo punto y que todos los días del año está ahí. Arriba al filo de las diez de la noche y se regresa a casa cuando se le termina todo lo que ha preparado en la tarde, casi nunca después de las cinco de la mañana. Con su trabajo ha logrado sacar adelante a sus tres hijos desde que enviudó por culpa de un policía que por equivocación le disparó a su esposo en una noche de luna llena. Vive en el Barrio Galán en arriendo y heredó ese oficio de su mamá que murió cuando ella apenas tenía catorce años. Tuvo que sostener a sus hermanos menores. Toda una historia de vida detrás de una mujer cargada de quimeras y de generosidad en su rostro gastado por el trasnocho y el esfuerzo de no quedarse con los brazos cruzados mientras sus hijos le piden lo que requieren cada día.

Recuperados los amigos terminan de comer, se levantan, se estiran. Agradecidos pagan lo ingerido y se dirigen a los vehículos. Se sienten mejor. Uno de ellos le da una propina al niño que les recogió los platos con su inocencia dibujada en su rostro pletórico de sueños.

Encienden el motor de los vehículos y se alejan en el silencio de la madrugada que los cobija y los hace más amigos que antes.

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