ColumnistasDagoberto Páramo Morales

De Venadillo al San Rafael

Evocaciones

Con la platica que recibió por la venta de su cosecha de café el hombre decide viajar a la capital, con su esposa y su pequeño hijo de dos años; los otros tres -una niña y dos niños- se quedan con la abuela que ya roza los sesenta años. Ellos saben que en el inmenso solar sembrado de naranjales en cosecha se la pasarán bien.

Ese domingo, a diferencia de otros domingos, no irán al Río Recio a ponerse el chingue, a subirse en el flotador de camión, a bañarse y a hacer su sancocho de leña que tanto les gusta a todos. La operación del más pequeño, aunque no es urgente se debe hacer para que no vaya a quedar lisiado de su ojo izquierdo. Tienen que destaparle el conducto lagrimal que impide que los líquidos del ojo salgan por la nariz.

Y esa cirugía solo se puede hacer en el Hospital de Caridad San Rafael que dicen se demoró más de veinticinco años en construirse porque los recursos los recogieron haciendo bazares, retretas, rifas y bailes en los que participaba la alcurnia de finales del siglo XIX.

Antes de abordar el destartalado bus de Rápido Tolima, estacionado frente a la estrecha oficina ubicada en un costado de la plaza principal, el hombre y su esposa se sientan en una banca debajo de uno de los toldos a comer huesos de marrano, rellenas y papas saladas que acompañan con la famosa avena de Venadillo. Antes de subirse al automotor le muestran los tiquetes al ayudante -un joven flaco y descamisado- y se acomodan en los únicos puestos disponibles: la “banca de los músicos” -la última-.

En silencio esperan hasta que el ronco rugido del motor que gorgotea humo por doquier arranque. Despacio, el bus atraviesa las resecas calles de la pequeña población hasta que sale a la carretera principal, que destapada y llena de polvo los transportará a la ciudad en medio del ruido del viento que se cuela por las ventanillas atascadas y el vallenato que truena entre los polvorientos bafles que los ensordece. 

Después de un poco más de una hora de calor que se pega a sus ropas húmedas, llegan a la ciudad: una completa novedad para ella, pero no para él quien ya la visitó unos meses antes cuando acompañó a su compadre a hacer un préstamo en la Caja Agraria.

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Sin decir nada se bajan del vehículo que se estaciona frente a las oficinas de la empresa de transporte intermunicipal ubicadas en la calle diecinueve con la carrera cuarta. Se les hace extraño ver las calles tan solitarias y silenciosas; oyen hasta el zumbido del aire que recorre la tarde que sienten helada. No dicen nada. El hombre hace parar un taxi de latas reforzadas. El chofer les ayuda a subir las dos maletas de cuero y de correas con hebillas que cargan. El carro baja raudo por la carrera cuarta estadio, pasa frente a la plaza de la veintiuna y sigue hasta la calle veintitrés donde dobla a la izquierda; avanza dos calles hasta arribar a la carrera quinta, la atraviesa y se estaciona un poco antes de llegar a la carrera sexta frente a una casucha de bahareque y techo de paja. Pagan, se bajan y tocan a la puerta color caoba y de doble hoja. Después de varios segundos aparece una somnolienta señora con un notorio mohín de alegría; los saluda con la familiaridad que producen los lazos sanguíneos: es la tía de ella. 

Pasadas las seis de la tarde, la pareja, temerosa, se asoma a la puerta y sale, sin el niño. Una de las cuatro mujeres que viven bajo el mismo techo se ofreció a cuidarlo, mientras los esposos salen a conocer un poco la ciudad. Dubitativa la madre acepta, pero con la condición de no demorarse. Caminan hasta la avenida quinta y doblan a la derecha. Se ven entusiasmados. Pasan frente al Teatro Avenida y observan la cartelera de cine ubicada al lado de la taquilla. Ella se emociona al saber que en vespertina que empieza a las seis y media de la tarde presentarán una película de Cantinflas. Quiere entrar, pero sabe que al día siguiente tienen que estar antes de la seis de la mañana en el hospital: “primero está la obligación que la devoción”, recuerda las palabras de su abuela. Al pasar frente al Café Quinta Avenida, él recuerda el día en que jugando una partida de billar con su compadre apareció “el gobernador” y rompió todo el local tan solo porque el garitero no le pasó las bolas a tiempo. Ese volcánico hombre es la salvación de quienes van perdiendo la partida y han hecho apuestas de grueso calibre.

Siguen caminando hasta llegar a la Iglesia del Carmen, erigida como parroquia en 1925 por los salesianos aposentados en Ibagué desde 1904. Rezan un rosario, entonan dos avemarías y dos padrenuestros y se encomiendan a Dios y a la Virgen. Le ofrecen una promesa al Señor de los Milagros si la cirugía sale bien. Al borde de las siete de la noche regresan a la casa. Tratan de conciliar el sueño, pero es imposible. La angustia los acosa y la cama les parece un monstruo oscuro y sin forma.

A las cinco y treinta de la mañana del día siguiente y en ayunas, ya están apostados frente a la puerta del hospital de paredes color blanco casi marfil. Hacen todos los trámites de rigor. Les indican dónde quedan las escaleras para subir al segundo piso y hacia allá se dirigen en un silencio sepulcral. Se sientan en una de las desaliñadas bancas de madera que sienten más frías que sus propios miedos y fijan sus angustiosas miradas al color verde menta de las paredes que parecen querer engullírselos. Por instrucciones de una regordeta enfermera con ojos de cansancio acumulado, esperan con la impaciencia a flor de labios. A las diez de la mañana sale un médico con la amabilidad pintada en su alargado rostro y les informa que todo ha salido bien.

Respiran con toda el alma y se dirigen a la pequeña cafetería a desayunar con café, pan y huevos cocidos. Aguardan hasta que el niño es llevado a la sala infantil. No saben qué hacer. Dudan. Les gana la inexperiencia. Salen de nuevo a la carrera primera, caminan hasta la calle doce y toman un taxi de regreso a casa. La visita a su bebé será en horas de la tarde. Regresan al hospital y así lo hacen todos los días: mañana y tarde acompañan a su hijo hasta que se los entregan. 

Con sus zozobras adheridas a la incertidumbre propia de la gente del campo, casi dos semanas después toman el camino de regreso a su Venadillo del alma. Sin saber si su más pequeño retoño ha sido curado de forma definitiva, su sencilla vida tiene que continuar. Y continúa.   

Tarde de seda, sangre y sol

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