ColumnistasDagoberto Páramo Morales

Tarde de seda, sangre y sol

Evocaciones

Cada domingo que hay corrida de toros la tensión en el pequeño grupo familiar del novillero puntero del Tolima es inmensa. Una trágica angustia les sacude cada rincón de la piel. El torero, enfundado en sus propias desazones, sabe que tiene que volverse a enfrentar a la muerte a cambio de seguir sosteniendo a sus cuatro hijos y a su hacendosa esposa.

La lucha existencial por ser quien siempre ha querido ser, lo ha mantenido en el centro de una burbujeante caldera de la que no ha podido salir, así sus sueños saeteen otras latitudes y los pájaros quieran entonar trinos más dulces y menos estridentes. 

Todo está preparado para la fiesta taurina. Los afiches impresos en papel periódico y azulosas letras han sido adheridos con engrudo a las estropeadas paredes de la ciudad anunciando la corrida de toros. Un torero serio y dos bufos son los responsables de deleitar a los amantes de la fiesta brava. El capote color rosa por el anverso y amarillo por el reverso, fue debidamente almidonado por las diestras manos de la mujer que ha aprendido a hacerlo con la rigurosa obligación de que éste se pare por sí solo.

La muleta de un rojo intenso se encuentra ensartada por el ayudado que la hará volar al menor diestro movimiento del lidiador. La camisa estrictamente blanca sirve de base para la diminuta corbata que le atraviesa la mitad del pecho. Las medias rosadas tocan las pantorrillas. Las zapatillas negras de cuero suave complementan el negro traje de luces con lentejuelas que brillan ante el más mínimo resplandor. Las banderillas están vestidas con el lustroso papel de seda que encrespado las hace ver vivas y dispuestas a quedar clavadas en el morrillo del toro.

Todo está listo para que la seda brille, la sangre corra y el sol resplandezca.

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Son las dos de la tarde y el momento de la verdad se aproxima, sinuoso y agazapado. El galopante susto se apodera de todos, menos del novillero que respira con todo su larguirucho cuerpo. Busca encontrarse con las hondas creencias que siempre lo han sacado a flote. Animado se persigna antes de subirse al Studebaker, modelo 61, que junto con los otros vehículos los conducirá a la plaza improvisada. La corrida de toros será en el patio Jardines del Penal Municipal.

Es el día de la fiesta de Nuestra Señora de la Merced y los presidiarios han sido premiados.

Apretujados salen de la casa que deja un vacío pocas veces sentido. El chofer toma la carrera quinta y conduce hasta la calle quince. Allí, dobla a la derecha hasta encontrarse con la carrera octava que llena de piedra y tierra suelta, los lleva hasta la calle décima, en Belén. Llegan al Panóptico y se apean del vehículo por la entrada de los funcionarios. En medio de algunos curiosos, la comitiva avanza.

Uno de los ayudantes se encarga de la familia, mientras los toreros se preparan para hacer el paseíllo. A las tres y treinta de la tarde, suenan las trompetas y al ritmo de pasodobles inicia el desfile de la cuadrilla completa: toreros, banderilleros, ayudantes.

Al terminar el paseíllo suenan los clarines y emerge el primer toro de los oscuros toriles. Un macizo animal de más de cuatrocientos kilos, barcino con manchas blancas. Le corresponde el turno al torero vestido de luces, por ser quien encabeza el cartel de la tarde. Inicia la faena y casi de inmediato se cerciora que el animal lo embiste más a él que al capote.

Parece un toro matrero, no se le nota mucho trapío. Presiente algo extraño, pero le gana el arrojo. Le hace todos los lances posibles y por momentos siente que el pitón derecho le roza el vientre, pero no se detiene. Viene el tercio de banderillas -su especialidad- y sin titubeos le clava los tres pares en todo lo alto: al quiebre, al violín y de frente. Apoteósico. El toro siente el castigo y bufa con toda su fuerza.

El torero toma la muleta, acomoda el palillo, se quita la montera, se descalza y se para en la mitad de la plaza. Hace el brindis en tanto sus ojos negros recorren todo el escenario. Se dispone con la valentía de siempre. Será una tarde inolvidable.

Empieza con largos naturales. El toro embiste a medias. Arranca y se detiene. Lo mira con desconfianza. Cuando el torero quiere darle un derechazo para templarlo y hacer que baje la cabeza, el toro levanta su tuste con brusquedad y con instinto animalesco agarra al torero por una de sus pantorrillas y lo lanza por el aire. La plaza se silencia. El hombre cae estrepitosamente.

Herido y maltratado rueda por la arena buscando protegerse. Con ayuda de varios auxiliares se levanta. Un hilillo de sangre corre por su pierna derecha. Está dispuesto a seguir. Dice no sentir nada. Su osadía lo vuelve a poner frente a la cara del toro que sigue bufando y rascando la arena con sus patas delanteras y destilando babaza por su hocico. 

Los miembros de la cuadrilla le sugieren que no siga. El torero se niega, su valor y su hombría no lo dejan. Voltea a mirar a la tribuna y ve a sus hijos que tras las faldas de su madre no quieren seguir viendo. Él respira hondo, estira su cabeza y más erguido que nunca toma la muleta con la intención de repetir el mismo pase. No se quiere doblegar. Da unos pasos arrastrando la pierna sangrante y el toro embiste de nuevo. Logra arrancar un olé de los taurófilos y se envalentona. Quiere triunfar.

La inteligencia versus la bestia. Dos pases más y todo el mundo aplaude a rabiar. Al tercer pase el toro vuelve a levantar maliciosamente su testa. Engancha al torero de nuevo, pero ahora le clava el pitón por debajo de la mandíbula y lo arroja de nuevo por los aires. La tribuna aúlla de terror. Todo parece acabar cuando el hombre apenas sí se mueve bocabajo en la arena. Inmóvil se cubre el rostro con sus manos enrojecidas y llenas de polvo. 

Entre todos lo recogen y como pueden lo conducen a la enfermería mientras su familia sufre lo indecible. Se presagia un mortal desenlace. Por fortuna no es así. Solo ocho semanas después enfrenta de nuevo otra faena en la Plaza Santa Librada donde siempre ha sido un eximio triunfador. 

  

Hacia el Parque Centenario

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