ColumnistasDagoberto Páramo Morales

Las canchas de la Guabinal

Evocaciones

Los domingos de junio suelen ser resplandecientes y auguran un reparador día de descanso para muchos. No es así para un enjuto pero educado niño de escasos 8 años, obligado por las circunstancias a contribuir con sus esfuerzos de vendedor ocasional de fritanga a mejorar los ingresos familiares. Después de levantarse y bañarse con la fría agua de la única alberca de la casa de bahareque y techo de zinc, espera que su madre termine de freír el bofe y la carne de cerdo, de cocinar las papas y las yucas que saladas servirán de acompañante y de alistar las palomitas de maíz. Todo será vendido entre los inquietos y no siempre hambrientos aficionados que cada fin de semana visitan las canchas de fútbol de Guabinal.

Con el pequeño platón de aluminio en sus manos y las ilusiones suspendidas de sus sueños de niño inmenso, bordea la parte trasera de la casa. Se detiene un instante para disfrutar las orquídeas que suspendidas solazan el espíritu de quienes viven en ese rincón de quimeras acumuladas. Quisiera treparse en los palos de mango y deleitarse con las guayabas que maduras pueblan el piso de tierra donde juega con sus hermanos menores. Prefiere seguir. El compromiso es sagrado. Camina por entre el gigantesco cañaduzal que abarca toda la manzana y con un susurro musical entre sus labios mustios atraviesa los matorrales. Sus ojos negros se iluminan al encontrarse de frente con el escenario deportivo donde los gritos de triunfo y los aullidos de derrota no dejan siquiera pensar. La algarabía no tiene parangón.

Como cada domingo, sabe donde se ubican sus clientes. Casi todos ellos se sientan alrededor de un pequeño barranco de tierra frente a la casa del Mocho Alzate, jugador mundialista representante del equipo de sus amores: el Deportes Tolima. Sus admiradores disfrutan de las historias del eterno número dos que, aunque puede jugar en cualquier posición en el campo, prefiere ser un defensor a ultranza. Se sabe que le dicen el Mocho porque en su juventud se lastimó un dedo del pie y un compañero lo asustó con que se lo iban a amputar.

Entre la polvareda que se levanta el niño ve a lo lejos en la cancha No. 2, un clásico de jóvenes promesas. Se enfrentan en la categoría infantil el Club Ibagué -fundado en 1946- y el equipo del uniforme blanco atravesado con una raya roja en diagonal -el Venus-. Se relame los labios de la emoción de saber que la semana siguiente ha sido invitado a entrenar con el Carrenales donde bajo la dirección de Gustavo Bedoya milita el goleador del momento: Edgar Galicia. A su tierna mente llegan efluvios de imaginación que lo sacuden sin pedirle permiso. Se ve a sí mismo jugando en el Estadio San Bonifacio al que de vez en cuando puede entrar a la zona de gorriones, cuando los dueños del equipo permiten que los niños disfruten el espectáculo sin pagar un centavo. Suspira con todo su cuerpo y trata de aterrizar. Sus padres lo esperan con el producto de su trabajo. Se siente aturdido por no poder gozarse todo el partido que está a punto de empezar en la cancha No. 1, que, aunque es un cascajo de polvo y tierra amarilla es la más codiciada, con postes de guadua, y sin redes que alojen los balones.

Contempla a lo lejos varios jugadores que con su “chivo” bajo el brazo corren cuesta abajo por el pequeño montículo que los trae desde la avenida quinta hasta las canchas pasando por el colegio San Simón que tantos buenos bachilleres ha producido. Alelado ve cómo los jugadores ya descamisados sortean el diminuto riachuelo de la quebrada Guabinal de la que muchas historias se dicen. Van cambiándose de ropa porque deben llegar antes que el árbitro vestido de un negro chillón haga sonar el silbato de inicio del partido.

Mientras tanto, uno que otro espectador consume la fritanga que ha ganado mucha fama. Muchos la anhelan con las mismas ansias con las que aguardan el partido de cada fin de semana. Algunos hasta desayunan con ella.

Mucho antes que termine el primer tiempo y entre patadas y estrellones, el platoncito de fritanga se desocupa más rápido de lo habitual y el niño duda en decidir qué hacer. Está tan entretenido el encuentro de los de la segunda división que no se quiere perder el final. Titubea, pero decide regresar a su casa a aprovisionarse de nuevo. Retorna entre sonrisas e inocentes gestos que al atravesarle el alma reflejan la envolvente alegría que trae en su corazón. Ya no serpentea por entre la tupida maleza de los terrenos de su difunta abuela, ahora camina a lo largo de la calle 34 hasta la carrera 11 donde la vida lo moldea entre amigos y familiares. 

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Al llegar a su casa tiene que esperar a que el platoncito sea surtido de nuevo. Después de pasado un tiempo que se le hizo interminable regresa a las canchas. Cuando llega, ya los partidos programados para la jornada de la mañana se han terminado. Hace un mohín de desesperanza, pero sigue confiando plenamente en lo que será ese día. Encomendándose a Dios camina por entre las descascaradas calles del barrio en el que las ilusiones siguen haciendo parte del inventario de los sueños de todos sus habitantes. Sabe que entre ellos también hay clientes que degustarán el exquisito sabor de su fritanga.

Hacia el Parque Centenario

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