ColumnistasDagoberto Páramo Morales

Hacia el Parque Centenario

Evocaciones

La joven pareja que convive desde meses atrás se despierta unos minutos antes de las 6 de la mañana. Quieren cumplir el ritual de cada día: ejercitarse un poco y respirar aire puro en el Parque Centenario. Viven en un pequeño apartamento a escasos metros de la escuela Diego Fallon, -fundada en 1945- y donde, se dice, pudieron verse peleas del famoso “Enmascarado de Plata”. Ella, es una maestra de escuela que labora en el barrio Gaitán y él, es un funcionario público de la Gobernación del Tolima.

Se desperezan dejando atrás la noche fresca y suave que cada día zurce el indómito espíritu de los habitantes de uno de los sectores de la ciudad, desde donde se ha podido divisar el proceso de urbanización que ha tenido Ibagué: el barrio Belén.

Afuera, el espectáculo es sin igual pero idéntico al de todos los días de julio que casi siempre se prolonga hasta septiembre. Los ocobos rosados hablan por sí solos de su poética exuberancia y de su presuntuosa belleza; superan en alucinación a sus hermanos de flores blancas o amarillas -chicalás-. Sus ramas se exhiben en un eterno silencio que se desparrama al compás de sus propios cánticos. Los árboles de este apacible rincón de la Capital Musical de Colombia son los hermanos mayores de los otros regados por toda la ciudad desde que los importaran de tierras aztecas promediando los años 40 del siglo anterior.

Los jóvenes, aún muy enamorados, atraviesan el parque frente a la Parroquia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro -Iglesia de Belén, fundada en 1952-. Disfrutan las flores que regadas a lo largo del piso tapizan el presuroso caminar de algunos feligreses que acuden al llamado a misa de 7 de la mañana. 

Pasando frente al Colegio Externado Popular de Bachillerato saludan, como casi todos los días, a un joven de largas patillas negras y gruesas que tiene pinta de todo menos de lo que intenta convertirse. Es Carlos Orlando Pardo quien da sus primeros pasos junto a su hermano, Jorge Eliécer. En la siguiente esquina doblan a la derecha y caminan por el terraplén que une a Belén con La Pola. No pueden evitar sobrecogerse cuando pasan al lado de la entrada a la Cueva del Fraile de la que tantas historias se han tejido. Dicen algunos que en su interior encontraron el esqueleto de dos religiosos que enamorados habían abandonado la ciudad después de dejar sus hábitos sagrados para darle rienda suelta a sus pasiones y a sus placeres. Otros dicen que es el escondite del fraile a quien los pijaos le cortaron la cabeza por haberle contado a los españoles sobre ese sitio donde los indígenas guardaban sus tesoros. Algunos dicen que todas las noches lo ven deambular por los alrededores como alma en pena.

Descienden por la larga cuesta hasta llegar a la base del Parque Centenario que según cuentan lo construyeron en 1950, con ocasión del cumplimiento del cuarto centenario de la fundación de la ciudad. Escuchando el encantador trino de los pájaros mañaneros y deleitándose con el cadencioso caer del rocío de la mañana, se separan al llegar al pequeño puente de madera. Ella, toma a la izquierda y él a la derecha. Mientras ella camina escuchando el pulular de los vehículos que raudos se movilizan por la calle décima hacia el centro de la ciudad, él trota con cadencia hasta llegar al punto de encuentro de siempre. Cada uno hace su propia rutina de movimientos musculares y de ejercicios con los que aprovechan ese privilegio que creen tener.

Al encontrarse en la base de la larga escalera, se aprestan a subir los casi 100 escalones que conectan al parque con la carrera cuarta. Él por la derecha y ella por la izquierda lo logran con el jadeo a lo largo de sus bien tallados cuerpos. Después de llegar a la cima, a un costado de la Clínica Rosario, se regresan con el brillo en sus ojos por haber requerido menos segundos de los acostumbrados para ascender y descender con la velocidad que sus alientos se los permiten. Repiten tres veces la rutina hasta que sus cuerpos no soportan más. Parecen estar participando en un concurso al que ni siquiera han sido convocados.

De regreso, toman agua de la bolsa de agua que ella porta, se sientan frente a la profunda hondonada y alelados, contemplan algunas personas que también intentan disfrutar el a esa hora concurrido pulmón de la ciudad. Nadie se mira a sí mismo ni a los demás. Cada uno anda metido en sus propios quehaceres y en sus propias angustias. 

Exhaustos pero extasiados dan por terminada la rutina diaria. Se miran y sin quererlo, contemplan al unísono el horizonte donde ven, como todos los días, un pequeño chorro de agua en medio de un cañaduzal que deja traslucir el manso sonido del agua que gotea a su antojo. Descansan unos minutos y ya recuperados, salen del pequeño remanso de paz y armonía, llegan a la calle sexta, doblan a la izquierda y regresan a su nido de amor. Sus inevitables compromisos laborales los esperan.

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